martes, mayo 29, 2007

Capítulo V - "Al filo de la locura"



[Extracto de mi novela (¿diario?, ¿libro de días?, prólogo de la locura) comenzada y no acabada todavía]




Saltarse un día de trabajo es una sensación maravillosa, se entremezcla un sentimiento de culpabilidad junto con la sensación de rebeldía que genera transgredir las normas de conducta de un ser social. Mi sentido de la sociabilidad comenzaba a dejar mucho qué desear; ya en la calle llevaba en la cara una sonrisa estúpida que no podía borrar. Me detenía en la acera del Museo del Prado y miraba los coches pasar lentamente debido a los atascos que genera el deseo de todos por llegar al trabajo en coche y el sueño de aparcar a la puerta de la empresa. Míralos, todos tienen prisa, y en sus mentes de fin de mes sólo queda espacio para calcular lo que les quedará tras pagar la hipoteca, el colegio de los niños y los gastos fijos que sus esposas pijas generan con afán capitalista. Algunos abren una cartilla de ahorro paralela a la cuenta corriente, pensando que algún oasis encontraran en mitad del camino de sus días. Pude estar horas mirando los coches pasar y dando la espalda a la larga cola que se generaba a la entrada del Museo, estúpidos... si fueran un domingo a mediodía ni harían cola ni pagarían, pero ya se sabe que no hay tiempo para todo ni el calendario es el mismo para todos. Malditos inventos del hombre, ese empeño en inventarse el tiempo, en inventar cómo medirlo. Es curioso, el tiempo se ha convertido en la mayor angustia del hombre y, sin embargo, toda la humanidad ha conseguido ponerse de acuerdo para medirlo de igual forma, si hubiéramos sido capaces de ponernos de acuerdo en medir el hambre de todos y cada uno de los seres humanos todos estaríamos saciados, es tan curioso el ser humano, está tan solo, es tan delicado, tan susceptible de morir en un suspiro.



Caminando por la Castellana sobrepasé el café Gijón, allí ya no queda nada del aliento de aquellos escritores y sus tertulias por mucho que se empeñen. Un día me crucé con mi paisano, Manuel Vicent, fue cuando yo era una recién llegada a la capital y estuve a punto de lanzarme a su abrazo al sentirme unida al cariño con el que él habla de la tierra en que nacimos, a sentirme paisana, porque sólo fuera de casa es cuando sentimos que alguna raíz nos queda, sobretodo cuando echamos en falta el mar, abrazarme a él hubiera sido como abrazar al mar. El azul de sus ojos me recordaba la luz de los cielos de septiembre reflejados en el agua de mi playa, pero no lo hice, pasé de largo y él supo que le había reconocido. Le hice burla al café Gijón, no iba a dejar allí mi dinero, era mi venganza por el precio excesivo que nos cobraron en días pasados por un par de cafés compartidos con Alicia. Me senté en la terraza del Espejo, un café precioso, acristalado y con lámparas voluptuosas, ideal para morirse un poquito allí dentro en una tarde de otoño y ver como las gotas de lluvia resbalan por los cristales. Pero es verano y me quedé en la terraza. Al cruzar las piernas sentí la suavidad de mis ingles recién depiladas y la ausencia de ropa interior, ya no sé si lo hice a propósito o fue un despiste, pero me sentía más rebelde al ser la única mujer que allí había sentada rodeada de hombres enchaquetados en un almuerzo de negocios en los que se hablaba de todo menos de la empresa; algunos me miraban, otros querían mirar y no lo hacían, tratándose de la única mujer que allí había me sentí como una furcia a la que quizá ponían precio en su imaginación. Por fin escuché una conversación en la que se hablaba de cash flow, del próximo coach, e-learning, team-building, ... Demasiados ejecutivos en la empresa, gente impecable con sus cuellos rozados del gasto de las múltiples horas que dedican a entrar y salir de reuniones en las que realmente nada se produce, los que realmente producen son los asalariados temporales que van entrando y saliendo de las empresas, porque mantener a los seniors dinosaurios no da para arriesgarse en ampliar una plantilla de gente fija, es una forma de evitar que los jóvenes con ímpetu que creen que su trabajo va a estar valorado lleguen a acomodar sus traseros y se conviertan en esos dinosaurios que ya son inútiles para la empresa, aunque quedan bien en los encuentros con otras sedes, con la competencia o incluso en las charlas casi benéficas que tienen acordadas con Universidades y otros foros en los que creen que van a sembrar algún ideal impetuoso en los jóvenes que están forjándose con el único ideal de tomarlos como ejemplo de salario y poder de adquisición.



Después de mi café pedí un whisky, un buen malta, me encanta en vaso ancho. Me quedé absorta viendo el crujir del hielo y como el agua comenzaba a diluir el color miel de un licor embotellado durante doce años y ahora iba a saborearlo. ¿ Dónde estaba yo hacía doce años? debería estar jugando en el tobogán con mi hijo de cuatro años, en aquella urbanización donde solo unos pocos nos atrevíamos a gozar del verano con ropa fresca y los pies descalzos, el resto se maquillaba para bajar a comprar el pan. Sobre el agua de la piscina siempre flotaba un amasijo de caldo aceitoso con olor a cremas y potingues de marca. Odio las piscinas públicas. Volvamos al whisky, mis sentidos comenzaban a nublarse, no había comido nada, así que devoré los cacahuetes que me había regalado el camarero, pero los sentidos seguían nublándose con placer y fui resbalando en la silla hasta acomodarme de tal forma que, echando la cabeza hacia atrás y apoyada en el respaldo de la silla, los tonos del cielo de Madrid me evocaron los cielos de Turner, la contaminación filtraba los rayos de sol en una inmensa gama de morados, rojos, azules y amarillos, si juntaba mis párpados sin llegar a cerrarlos me convertía en un calidoscopio que giraba a su antojo, hasta que la cabeza del camarero rompió todos los cristalitos de colores



– ¿ Se encuentra bien?

– Perfectamente, ¿puede quitarse?, me tapa el Sol – Siempre había deseado decir aquella frase de Diógenes, pero hubiera querido tener frente a mi a Alejandro Magno, ¡qué hombre! –




Una nube acabó de deshacer mi calidoscopio, así que volví a recomponer mi postura sentándome como una mujercita, tuve que levantarme para recomponer también mi falda, entonces me di cuenta que había sido espectáculo de la mirada de aquellos seniors y juniors de los cuales el noventa y ocho por cien me hicieron un guiño, lo tomé como un piropo, llamé al camarero y no me dejó pagar, alguien se me había adelantado, con tantos guiños no supe quién fue, me levanté y me fui. Dudé en seguir hacia adelante, hacia la Plaza de Castilla o retornar por donde había venido. Me fui con cierta lástima, no volvería a ver a aquellos seniors ejecutivos que pronto serían reemplazados por carne fresca, el hombre de empresa es efímero, su fecha de caducidad rápida, pero ¿ a quién le importa?



Volví caminando por el centro de la Castellana y me detuve ante un pequeño estanque donde un emigrante de cualquier lugar lavaba sus ropas frotándolas con un haz de hierbajos medio secos, no me importaba sentir que él se daba cuenta de que lo observaba, no me importaba sentir que cualquier persona se daba cuenta de que yo le mirara, no estaba dispuesta a perderme nada que mi curiosidad demandara, de ese momento me sacó una voz a mi espalda.



– ¿Has bailado alguna vez bajo la luz de una luna llena?

– [ ........... ] Creo que no, – dije sin volverme –

– ¿Bailarías conmigo esta noche?

– ¿Hay luna llena?

– Sí.

– ¿Y quién eres tú?, – sin mirarle, me gustaba mucho su voz y no quería estropearla, podía ser feo, o gordo. Nunca me han gustado los hombres gordos –

– Llámame. – Puso una tarjeta en mi mano y se fue –

Al darme la vuelta lo vi por detrás, era delgado y alto, no estaba calvo, a su espalda le calculaba unos 40 años. Miré la tarjeta, junto a su nombre y su teléfono había una descripción: “Observador de globos”. Sonreí, y me quedé mirando como se perdía en la misma dirección de mis próximos pasos. Volví a casa imaginando a un hombre observando el cielo, buscando globos aerostáticos, o ¿serían globos perdidos por niños?, o globos grandes de colores con su cesta llevando hombres voladores pendientes del aire insuflado para controlar un vuelo sin alas ni motores, pendiendo sus vidas de una fina seda tejida. Lo busqué al fondo de mi mirada miope y no lo encontré, me detuve y miré al cielo, era evidente que no vería un globo surcar el cielo del centro de la ciudad.

– ¡Bah! – me dije a mi misma dando una palmadita al aire – me ha tomado el pelo. – Y me sentí satisfecha de topar con la locura ajena, era como sentirme complacida de no ser la única rebelde que había hecho novillos a su día laboral. Comenzaba a gustarme el dejar de lado mi responsabilidad social.


a.b.p.

3 comentarios:

NoSurrender dijo...

qué bueno :)

A ver si un día me dejan a mí también hacer de Diógenes, mi héroe.

Durrell dijo...

Estos días se disfrutan muchísimo más que los festivos.

¿Llamarás al observador de globos?

:)

una mujer dijo...

Nosurrender, escoge tú el momento para ser lo que deseas, si esperas a que te dejen... mal vas.


Mi pequeña durrell... no, no lo llamaré, nunca llamo a los hombres, quizá sea un fallo en alguno de mis sistemas, pero no puedo evitarlo, a estas edades están más perdidos que esos globos. Pero... él aparecerá de nuevo.

Besos