miércoles, abril 23, 2008

Mis Relatos Semanales


TINTERO CCCXL: LA CABRA


"La cabrita de mamá" [5ª]



Tenía siete años cuando le regalaron a papá una cabrita por haber atendido el parto de María, la mujer del jornalero. Tuve doce hermanos de los cuales sobrevivimos ocho tras los avatares de la vida, guerras y enfermedades. Yo estaba en el medio, fui la número siete y llegué al mundo a la vez que aquella crisis a la que llamaron "crack".

Cada día salía a pasear por las huertas de naranjos con la pequeña Luisa a la que a veces cargaba en hombros tal como me había enseñado mi aguerrido hermano Luís y con mi cabrita. Blanquita era mía, ella me había escogido a mi; yo era la única que sabía ordeñarla suavemente, le gustaba acariciarme con sus cuernecitos y me mordía las faldas dándome prisas por salir al campo a pastar.

Aquélla tarde de Julio era muy calurosa, Blanquita pastaba y Luisa y yo nos tumbamos en la hierba a la sombra de los naranjos verdes; le enseñé a no levantar piedras grandes para no despertar a los escorpiones y jugábamos a dar forma a las nubes. De pronto Blanquita dejó de pastar y comenzó a inquietarse, movía la cabeza y a mi hermanita y a mi nos hacía gracia, pero Blanquita me mordía las faldas llegando a arrastrarme algunos centímetros en dirección a casa. Tanta fue su insistencia que Luisa se puso a llorar y yo sentí que el aire olía diferente, olía a peligro. A la entrada del pueblo estaba mamá con mi hermano el mayor que corrieron a nosotras para darnos muchas prisas y llevarnos a casa. ¡Ha estallado una guerra!, gritaba mi hermano Enrique y cogía a Luisa que volvía a llorar de nuevo. Corrimos a casa y cerramos todas las puertas, nos cruzamos con los vecinos que iban como locos buscando a los suyos para recogerlos en las casas y yo me quedé en el corralito con Blanquita hasta que se calmó y se tumbó a descansar.

Al día siguiente y los que le siguieron no nos dejaron salir, el jornalero traía hierba fresca para mi cabrita y yo me asustaba cada vez que lo veía, sentía temor de que se llevara a Blanquita. Pasaron muchos días, no sé cuántos, y cuando la hierba se acabó le pedí permiso a mamá para salir con Blanquita. Ya nunca me dejó salir sola, siempre nos acompañaba Enrique o Luís, mis hermanos mayores.

Cumplí un año más y me hice mayor. Había aprendido a cocinar entre las faldas de las cocineras, a amasar la poca harina que conseguía papá con cada niño que traía al mundo y hacer pan; a cambiar los pañales de mis hermanos más pequeños, a lavar la ropa, a hacer jabón, aprendí miles de cosas mientras la comida y las telas comenzaban a escasear. Como ya era mayor volvieron a dejarme salir con Luisa y Blanquita a pasturar y cada vez que Blanquita movía su cabeza y se inquietaba volvíamos hacia casa, pues sabíamos que aquél avión enorme llamado “la Pava” estaba cerca y no tardaría en soltar sus terribles bombas por las calles de la ciudad. Cuando esto sucedía íbamos directamente a los sótanos del edificio del Sindicato de Riegos donde nos encontrábamos con el resto de la familia para protegernos del terror; siempre llegábamos las primeras gracias a Blanquita, mi pequeña cabrita avisadora.

Una mañana me entretuve demasiado jugando en las andanas que cada vez eran más espaciosas, pues cada día que pasaba había menos grano almacenado, menos algarrobas, menos de todo y estando allí jugando apareció el jornalero muy serio y me miró muy triste. No nos hablamos, no nos dijimos nada. Me dio un pañuelo que envolvía un pequeño bulto y se fue. Tardé bastante en desenvolver y desliar la larga tela que envolvía los pequeños cuernecitos de Blanquita y bajé a la cocina donde mis hermanos y mis padres estaban comiendo sin mi. Me senté en mi silla, sin hablar, sin mirarles. Llena de lágrimas silenciosas y sin apenas respirar no podía dejar de acariciar los cuernecitos que jamás volverían a acariciarme. Mis hermanos se levantaron de las sillas, mis padres no encontraban las palabras que pudieran explicarme algo tan obvio como el hambre que su carnecita podría saciar. Nadie pudo abrir la boca, nadie pudo comer aquél día, el hambre se escapó de pronto por las ventanas y las puertas de la casa y, por fin, rompí mi pequeño cuerpecito en un llanto tenaz que me permitió volver a respirar.

La carne de Blanquita sirvió para paliar el hambre de otros vecinos tan necesitados que no tuvieron escrúpulos en devorar aquella carne suave, tierna y crujiente.


A mamá


[* La Pava: avión de combate Heinkel - 46 ]

[ecumedesjours]

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